El escritor colombiano Mario Mendoza reflexiona sobre las redes sociales y explica por qué las abandonó.
Me han preguntado muchas veces por qué no tengo ninguna red social, por qué decidí salirme de un día para otro y quedarme por fuera de la algarabía de internet. Las razones son de distinto orden.
La primera es que las redes sociales se convirtieron en un movimiento parapolicial de justicia privada. Basta un escándalo, sea el que sea, para no solo desprestigiar al otro, sino ajusticiarlo, llevarlo a la hoguera y quemarlo vivo. La red es un movimiento medieval de inquisidores en busca de carne para chamuscar.
El primer paso es hallar a dos o tres ingenuos sin mayor seso y adoctrinarlos para que se conviertan en víctimas convincentes. Ese paso es sencillo porque victimizarse está de moda y da una cantidad de “me gusta”. Si no he logrado la popularidad añorada por méritos propios, siempre me queda una última opción: ponerme el traje de víctima y salir a lloriquear en público.
El segundo paso es montar un caso (aquí siempre hay un director de orquesta bastante siniestro, un inquisidor ansioso de sangre), y llamar al público para que presencie el espectáculo. Luego viene un intermedio (este paso es importante) en el que se le da a la hechicera o hechicero la posibilidad de pedir perdón, de retractarse y de regresar al redil convertido en un buen cristiano. En la Edad Media este intermezzo era la posibilidad de no ir al infierno. Y finalmente se prende fuego y un sinnúmero de frenéticos se excitan con la bruja o el brujo ardiendo entre las llamas virtuales.
La segunda razón por la cual me salí de las redes es porque se han transformado en un espacio de vigilancia permanente. Siempre hay alguien husmeando en tus fotografías, en tus declaraciones, entre tu grupo de amigos. Alguien que te espía desde la sombra y que desea saber todo de ti.
Muchas veces posan de liberales, de relajados, de gente chévere y tranquila, y, cuando te descuidas y bajas la guardia, están hurgando para saber con quién hablas, con quién comes, con quién te vas a la cama. Tus vecinos, tus compañeros de trabajo, tus colegas, tu pareja, todos están vigilándote para ver en qué momento cometes un error y pueden sacar provecho de ese paso en falso. Por eso nadie deja el celular ni siquiera cuando entra al baño. Todos estamos a la defensiva, todos tenemos miedo de esos enemigos que nos están acechando allá, detrás de las pantallas de nuestros aparatos.

La tercera razón es que las redes tienen un tono de mojigatería melodramática difícil de soportar. Es un movimiento neoconservador, puritano y constreñido de individuos que suelen escandalizarse por cualquier majadería. El tono libertario y contestatario de los años sesenta y setenta ha sido reemplazado por una serie de santurrones adictos al talk show. Constituyen una horda de fanáticos pudorosos para los cuales las experiencias duras de la vida no son aprendizaje y resiliencia, sino una oportunidad para salir a la red a rasgarse las vestiduras y a llorar. Qué pereza esa cofradía de casamenteros traicionados. Ese club de los corazones rotos me genera un tedio insufrible.
La cuarta razón por la cual estoy por fuera de las redes sociales es la obsesión por la corrección política. El humor negro, que es el que me atrae, está censurado y prohibido. A veces, en medio de conversaciones casuales, se me ocurren las barbaridades más inenarrables, y tengo que reírme solo porque sé que si llego a abrir la boca de inmediato seré crucificado. Qué mundo más soso este en el que todos tenemos que comportarnos de manera modosa y recatada.
Todos tenemos que mostrar una imagen impecable de seres sensibles y comprometidos con causas nobles. Como decía un colega mexicano, si no tienes en tu novela a un enano panameño, tarde o temprano te tropezarás al colectivo que defiende a los enanos panameños y te tildarán de racista, clasista y segregacionista. Cuánta razón tiene.
Finalmente, me salí de las redes porque es imposible la complejidad mental. Todo funciona en blanco y negro, en buenos y malos, en los que están a favor o en contra. Es un mundo maniqueo, sin grises ni matices, de seres que no tienen ideas, sino creencias. Los que no están conmigo están contra mí. Si te pronuncias acerca de algún político de la derecha, y lo cuestionas, de inmediato sus seguidores agarran sus lanzas y sus cuchillos, y salen a las redes a ajusticiarte: eres un izquierdoso peligroso, un rojo, un terrorista incendiario que debería estar en la cárcel.
Si llegas a criticar a algún político de la izquierda, entonces descubres que no solo era un político, sino un gurú, un iluminado, y sus acólitos se lanzarán en las redes en contra tuya y te tildarán de facho, autoritario y tiránico. De igual manera, si criticas a alguien de origen afro, eres un racista consumado; si esa persona es gay, eres un homofóbico violento y criminal, y, si llegas a estar en desacuerdo con un pastor religioso, su iglesia te llenará tus redes sociales de insultos y amenazas.
En la red no se puede pensar. Lo único que está bien visto es sentir, y sentir de manera melodramática, como las antiguas protagonistas de las telenovelas más populares.
Por eso es mejor quedarse por fuera y no perder más el tiempo en tanta gazmoñería. Al fin y al cabo, hay muchos libros por leer y muchas buenas películas aún por ver. Por fortuna. —- Mario Mendoza/El Tiempo —
Foto Cabecera: Becas Santander
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